Juntos salvaremos el Ártico

martes, 17 de diciembre de 2013

¿El Bosque?

Corre por tu vida. Eso oía Mario en la canción de AFI que sonaba en sus oídos. Mientras, recorría las húmedas calles de la Lima invernal durante las llovisnas de verano. Era de noche en el Olivar y los duendes se escondían entre los olivos viejos de glorias pasadas. Un bosque en medio de la urbe, un oasis de naturaleza en medio del caos del orden, un refugio de misterios entre el concreto y la estadística. A las 5 am sabes que es peligroso. Ni siquiera Isidro se levanta con sus pantuflas a oler el aroma del viento por la mañana, tan temprano. Pero eso no importa, Mario estaba ahí.

Corrí, lloré, tomé la delantera y tropecé con un árbol. Ahí estaba, tirada en el  piso como yo: una taza crema, demacrada y media rota. No puedo recordar si la guardé o no en mi mochila, solo se que me levanté y seguí. Corriendo en la penumbra de una noche extraña y misteriosa, me iba percatando que el paisaje se diferenciaba cada vez más de un parque, para convertirse en un extenso bosque. Los árboles se volvían sombras con mis pasos apresurados y la luna me servía de sol. Llena. ¿Qué harías tú? En mi lugar yo me diría que no se. Es difícil correr en un sueño cuando vuelves al mismo lugar cada 2 minutos. Entonces, dentro de mi desesperación, vi un arma. Pesada, fría y peligrosa; sentía la pistola con solo verla. Esta sí la tomé. Nunca sabré que peligros puedo encontrar en el camino. Ahora caminaba. No estoy tan desprotegido como antes.


Al final del dolor de mis piernas encontré una pequeña laguna. El agua era cristalina, con una ligera capa de polvo encima. En el medio había un pequeño bote. Yo me lancé a nadar hasta él y reanudé mi marcha en este. Entonces, Mario apreciaba el horizonte. Hermoso, misterioso, perfecto, solitario y romanticista. Sí, como una leyenda de Bécker. Al pisar tierra, subió monte arriba. El monte debió haber sido verde, pero todo se veía ligeramente azulado con la luna brillando. A mitad del camino, había un pequeño muro alambrado y abandonado. La pintura celeste del muro se resistía a desaparecer ante el asedio de los nidos de arañas. La alambrada estaba empolvada e inservible. Medía 3 metros, y yo 1.78. Eso no me detendría. Treparé como pueda, me ayudaré de pequeñas fisuras que de la vejez del muro brotavan y así alcanzé el otro lado. Llegué a la cima solo para apreciar, una ves más, el extraño horizonte. Los lobos aullaban desde el lado que yo dejaba. Salté sin pensarlo hacia el nuevo bosque, tras la muralla. Al final, Mario fue desvanesciéndose con las primeras insinuaciones del amanecer.




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